Publicado en Semanario VOCES
La insistencia del Pocho Ríos, muy respetado “friyero” del Cerro, y de su yerno, el Negro Antonio Méndez, me trajo al Bajo Valencia a poco la gente nos había librado de las rejas. Ocupé frente al terreno donde José Pedro “el Niño” Martínez producía sus famosos bloques, 70 por bolsa de portland.
El “Cusa”, el Carlos y Ruben Martínez me dieron las lecciones de solidaridad que levantaron el rancho fuera de la ley que sería mi hogar. Aunque el 186 rojo pasaba sólo cada tres o cuatro horas, un par de veces a la semana me tiraba hasta la Cantina de los Pescadores. El Pocho te servía grappa sin dar tiempo a saludarlo.
A veces me acompañaba el Mario “Oveja” Rivadavia, herrero, vecino mío, que en 1983 había quedado sin trabajo por luchar contra la destrucción de ILPE, uno de los últimos proyectos de la dictadura, interesada en entregar al capital privado la pesca, el recurso de primera magnitud propiedad del pueblo.
En el mostrador solíamos engancharnos con el “tío” Oscar de León, el Hugo Vázquez y Carlos “Maneiro” Bregonis, que había donado el terreno donde el barrio se organizó para construir la escuela 309. En la ventana- mostrador marcaban presencia la Quica y el Cacho Bonti. Otras veces, entorno a una muy precaria mesa, haciendo equilibrio en muy precarias sillas, formábamos rueda con Laura Belli y Humberto “Negro” Franco, obrero de Swift, que había caminado en la marcha de 1957, con Magdalena y el “Coco” Morales, con Cristina y el Beto Cattoni, las columnas de la Comisión de Salud de Santa Catalina. Administraban la Policlínica levantada en la calle Lenguado con el esfuerzo organizado del vecindario. Desde 1990 el Coco manejaba una camioneta donada por la IMM que hacía las veces de ambulancia: en las madrugadas, su destino más frecuente era el Pereira Rosell.
A la policía no le interesaba lo que sucediera en aquél apartado territorio del extremo oeste de Montevideo, lejos de jueces, fiscales y demás instituciones del Estado. Vecinas y vecinos debían remediarse como pudían, resolviendo sus asuntos por sí mismos, hasta se veían obligados a administrar justicia. En la Cantina se encontraban soluciones concretas a los problemas concretos del vecindario: se hacía política real, en el marco de los usos y costumbres del barrio, verdaderas leyes no escritas, legitimadas por la aceptación del vecindario.
Nada extraño el autogobierno, una de las mejores tradiciones del Cerro y La Teja, producto de las luchas de los obreros de la carne, de los conflictos de los gremios solidarios en los ’50 y las comisiones barriales de apoyo.
Luego, en 1969, ese espíritu reverdeció en las clases escolares y la atención primaria de la salud organizadas al aire libre, en los movimientos vecinales por el no pago de las tarifas impagables de la energía eléctrica o en el campamento de desocupados de la esquina de Rivera Indarte y la Avenida Ramírez. En esas tradiciones de autonomía organizada se encuentran las raíces ideológicas de los comités de base que surgieron apenas fundado el Frente Amplio.
En el país de América Latina con mayor cantidad de presos políticos por cada cien mil habitantes (algo que suele olvidarse), el espíritu de la solidaridad social supo sobrevivir la represión masiva del pachecato y de la dictadura. Resurgió en el sorpresivo NO a la dictadura en el plebiscito de 1980 y, luego en 1983 con el prohibido Primero de Mayo y el acto del Obelisco. Entre 1986 y 1989 se pudo cuantificarse su peso: casi la mitad del pueblo uruguayo rechazó la impunidad del terrorismo de Estado.
Más allá del peso de la otra mitad de pueblo, la que consiente en ser disciplinada por la autoridad institucional, pagando el precio en dignidad perdida, los gérmenes de poder y autonomía pudieron cercar la dictadura, impidiéndole volcar sus ideas fascistas sobre el resto de la sociedad. No pudieron pasar ni con el miedo provocado por las desapariciones forzadas, los asesinatos, violaciones y torturas que los milicos no ocultaban a propósito. Más que por la acción partidaria o por los lineazos de sus principales, el Frente Amplio sobrevivió montado en ese espíritu de auto organización popular.
20 años después la negativa a dejarse someter se expresó como victoria electoral…pero, luego, en el proceso de los 15 años de gobierno, todo fue quedando en aguas de borrajas. El progresismo centró su política en la gestión del Estado, descartando la posibilidad de profundizar las ya existentes formas de contrapoder popular. En 1990, a nivel municipal, se rebajó el proceso descentralización hasta dejarlo hecho una mera y vana desconcentración administrativa. Fue el retroceso paradigmático: la Intendencia de Tabaré y de Arana tampoco fueron gobiernos firmes de izquierda.
En la entrevista que le realizó Alfredo García, el compañero José Díaz 1 se despacha con total sinceridad: señala el carácter timorato de los gobiernos progresistas en contraposición a lo decidido de los gobiernos de “las clases dominantes” (¿cuántas son?). La timidez y la medianía parece ser una característica congénita del progresismo, mientras que, en cambio, el gobierno multi reaccionario se está destacando por su audacia: en un año ya logró, a contrapelo del interés popular, meter la LUC, la reforma de la seguridad social y el recorte de la masa salarial. Si llega a gobernar 15 años, probablemente alcance las metas que proponen las tesis neoliberales más radicales.
Esos señores y señoras tienen todo el poder a su disposición, son los dueños del capital, de los militares, de los medios y etc. Sus tradiciones de clase les indican cómo arrasar con el movimiento popular y lo están haciendo con todo desparpajo. Cuentan con que la timidez recurrente del progresismo, que continúa en forma de “oposición responsable”. Sus parlamentarios terminarán siendo simples figuras decorativas del Palacio Legislativo. Algo parecido a la forma de hacer política de don Emilio Frugoni, a la cual José Díaz y Bebe Sendic supieron oponerse cuando compartían pensión en la calle Maldonado.
Para hacer un gobierno realmente de izquierda, el progresismo debió haber apostado a cultivar las semillas de poder que venían germinando desde las luchas contra Pacheco Areco y el terrorismo de Estado. “No para hacer disparates”, nadie piensa en eso, sino para contar con un contrapoder social organizado, capaz de detener la avalancha multi reaccionaria.
Los presidentes progresistas renunciaron al imaginario transformador del Congreso del Pueblo en los ’60, hundieron en el olvido la reforma agraria y el repoblamiento de la campaña, la estatización de la banca y del comercio exterior, el no pago de la deuda externa, pero, sobre todo, no buscaron formas de trasladar la política al movimiento de base. Se creyó que podían enfrentar el poder económico y militar sin desarrollar el poder del pueblo: tres gobiernos ni fu ni fa. Perdonaron la vida a los dueños del Uruguay, una especie de suicidio compartido.
Todavía se creen capaces de detener el malón con discursos en el parlamento. Una cosa es proponerse transformar el mundo y otra, muy distinta, resignarse a limar las peores aristas del capitalismo.