Al declarar ante sus cómplices, Gilberto Vázquez aprovechó la oportunidad y les recordó que estaba encarcelado por crímenes cometidos por todos. Mientras los generales disfrutaban su buen pasar, el asesino la pasaba mal en Domingo Arena: “deben protegerme o los mando en cana”. Quisieron que se callara la boca, pero el muy energúmeno continuó con la lista de las aberraciones, recordándoles a los del tribunal de honor que la política de exterminio y el plan cóndor no eran inspiración de unos pocos. “Todos somos asesinos”, parecía sentenciar, parafraseando el título de la inolvidable película de André Cayatte.
No le busquen más vueltas, a Gilberto no le interesaba que se supiera la Verdad, lanzaba sus dardos contra los mandos porque los quería chantajear. Alguna tajada habrá sacado, pero, para saber su monto, habrá que esperar que se descubran nuevas verdades ocultas. Parece mentira, pero la Verdad quedó comprobada gracias a una vulgar rencilla carcelaria entre delincuentes.
Escribir sobre este escándalo no es nada fácil. Revuelve las entrañas, pero, no de horror, sino de bronca e impotencia. El acta con las declaraciones del energúmeno reconfirma que los crímenes aberrantes obedecieron a una política sistemática de las fuerzas armadas, cuyos mandos ocultaron y ocultan toda la información al respecto. ¿Cómo hacer para que revelen la Verdad y se haga Justicia?
Nadie ignora la responsabilidad de la institución armada, pero, hay genios de las maniobras “políticamente correctas” que apostaron a que el pasaje del tiempo trajera el olvido de unos y el perdón de los otros. Querían convencer a sus fieles de que la cuestión se resolvería por sí sola al morir los verdugos y las víctimas. Sin embargo, aunque de coronel para arriba ya murieron casi todos los culpables, estas actas confirman que la paz solamente llegará cuando se sepa toda la Verdad. El asunto no se resuelve sólo entre verdugos y verdugueados, porque la barbarie intentó esclavizar el pueblo entero. Los efectos del terrorismo no están solo en los costurones que uno lleva en la piel y en el corazón.
Asumir el ministerio de defensa el 1° de marzo de 2005 no era sencillo, más aun, siendo civiles, frenteamplistas y comprometidos con la Verdad y la Justicia. Cayeron, como peludo de regalo, a una institución en manos del terrorismo de Estado, donde predominaba su modo de interpretar la realidad y la historia reciente. El universo dividido en amigos y enemigos, los militares eran más leales a la doctrina de seguridad nacional que a las autoridades civiles. Fue el legado que dejó el general Medina, desacatos y amenazas al por mayor.
Un imperativo ético obligaba a los intrusos civiles, debían horadar muralla de impunidad que protegía a los criminales. Afectase a quien afectare. Provocase la reacción que fuera. Con ese impulso moral, la compañera Azucena logró descubrir, en el año 2007 los más de 14.000 documentos del titulado “archivo Berruti”, que estaban escondidos en el ex CGIOR, ex Escuela de Inteligencia del Ejército. Abrirlos al conocimiento público era el modo más directo de quebrar la cultura de la impunidad dentro y fuera del ministerio, de demostrar que la Verdad no era un mito sino realidad oculta. Sin embargo, después que Azucena renunció al ministerio debieron pasar más de 10 años para que el contenido de los archivos quedara librado al conocimiento del público. ¿Fue una especie de frenazo, un anticipo de la voltereta que dio Fernández Huidobro como ministro? Es inexplicable que un gobierno progresista haya mantenido en carácter de reservados documentos tan esclarecedores de la Verdad. Los periodistas debieron reemplazar a los gobernantes omisos en el deber de informar a la población.
Tampoco convencen esas explicaciones de “no tengo conocimiento, porque los militares debían informarme y no lo hicieron”. Denota mucha pasividad. El hecho evidente es que los militares, hipotéticamente subordinados del poder civil, les pasaron por el moño las actas con las confesiones de Gilberto. ¿Dónde está la responsabilidad individual del militante? ¿no se debería haber estado mucho más alerta cuando se trataba de tamaño energúmeno? ¿no debían haber leído y releído hasta descifrar el significado de cada punto y coma? ¿o, simplemente, se conformaron con homologar los expedientes que los coroneles pusieron para la firma?
En el segundo gobierno del Frente, Luis Rosadilla y Eleuterio Fernández rindieron sin condiciones el imperativo ético. Culminación bizarra de la derrota de la Verdad, se convirtieron en un engranaje más de la maquinaria burocrática de impunidad, abogados honorarios y voceros de los criminales con los que bebían whisky. Se pasaron los principios por allá abajo. Para que esta historia Nunca Más se repita debe ser la madre de todas autocríticas: ¿qué apoyos fueron necesarios para defraudar la confianza de los que marchan cada 20 de mayo? Por cierto, si se elude la reflexión sobre las condiciones en que la impunidad se va imponiendo, se seguirán alimentando aves de rapiña y, el día menos pensado, los cuervos nos comerán los ojos. Las cosas deben quedar en blanco y negro, como la tropilla de la muerte.